Friday, July 20, 2007

Caminandito...

Salí, simplemente me deslicé, sin que nadie se diera cuenta, así como había aprendido años atrás, mientras ellos planeaban su venganza yo me escapaba en silencio. Su mirada perdida buscaba aquello que le arrebataron, su paso pausado y sin rumbo se mezclaba con el atardecer, su odio inclemente se veía por doquier. Llevaba encima el dolor de la verdad, andaba sola, contando una a una las cosas que había robado, tratando de darse respuestas y preguntándose por siempre si en realidad la estafa cometida había dado frutos. El que hace el mal busca ver la producción de aquello que ha sembrado, si solo encuentra tierra seca entonces enfurece.

Eran días iguales de la historia, de esos donde no hay mucho que decir y mas bien hay que esperar. Desde pequeño me gustó observar las nubes, sus formas y movimientos, aún desconozco la razón, quizás es que desde arriba se ve todo mejor, pero sin dejar de olvidar que igualmente perdemos la cercanía. Aquella nube tenía un color distinto, un halo de misterio, de no ser tan distraído me hubiera dado cuenta de inmediato que esbozaba una forma de flecha, una flecha que sin dar lujo de detalles me indicaba hacia donde ir, donde buscar, como siempre algún secreto que develar. La nada me ha perseguido o simplemente yo la encontré.

A un paso pausado me dirigía sin rumbo definido, pude ver de reojo como aquel camión le pasaba por encima a aquel transeúnte, dejándolo frisado al piso, asfalto y maldad en un solo cuadro. La curiosidad me invadió, a veces creo que es mejor seguir sin preguntar, pero de no preguntar perdemos la capacidad de reclamar. Como quien no quiere la cosa me acerqué para ver su maletín escachado, lleno de dinero, de dinero que seguramente había robado, pues al ver su cara maltratada supe de inmediato de quien se trataba. Pensé por unos instantes si en realidad se hace justicia o la suerte no es más que el orden en que nos pasan las cosas.

La multitud miraba con asombro aquel dantesco espectáculo, “alguien lo conoce? gritaba un viejo sin dientes, “estará vivo? decía una dama emperifollada, una madre alejaba a su niño mientras le decía que eso le pasaba a las personas malas, en efecto, eso le pasa a las personas malas, malas como aquel ladrón, ladrón educado y reconocido, de buena familia y delicados modales, pero ratero al fin. Una ambulancia propia de los años cincuenta se acercó, sus dos integrantes se bajaron y parecían perder la vida al ver todo aquello, el cuerpo inerte miraba hacia el cielo, posiblemente adonde no irá o quien sabe si le perdonarán en su viaje, su mano aún sujetaba el maletín, a veces pienso que negociaba con aquel querubín que lo había venido a recoger para comprar su entrada, su pase al infinito.

El chofer de la ambulancia perdía la vista al ver aquella cantidad de dinero, nunca antes había puesto sus ojos en una suma tan grande, con cuidado y fingiendo tratar de resucitar a aquel cuerpo se acercaba el maletín, por un momento pensé dejarlo escapar con el botín, en definitiva yo conocía al personaje de la fatalidad y no me importaba en lo mas mínimo su legado. Fue allí cuando el chofer se levantó y trato de correr con el maletín, directo hacia mi persona, me clavó el maletín en el pecho y por si fuera poco resbaló y terminó en la acera con un hueco en la cabeza, en ese instante aparecía uno de los primos del hombre fallecido y su mirada se posó en mi, el maletín estaba en mis manos, y estos personajes que desde tiempos inmemoriales me han odiado lanzaron su cacería de inmediato. “Coño” pensé, “porqué estas vainas me pasan a mi?

Mis instintos se apoderaron y no me quedo otra que seguirlos, corrí. Por plena Avenida Fuerzas Armadas iba acelerando, con un maletín en mis manos, de aquel que me había robado tiempo atrás, sería esta mi venganza, finalmente había llegado la hora de devolverme lo sustraído. El primo del difunto y dos monigotes mas avanzaban detrás de mí, “suéltalo odiado Policarpio” les escuchaba gritar mientras comenzaba a sentir las gotas de sudor corriendo por mi espalda, pisé a unos cuantos buhoneros en mi carrera hacia la libertad, y sin muchas opciones para esconderme decidí tomar una decisión rápida, sin lugar a dudas la batica blanca de “chefito” o vendedor de perros calientes me quedaba muy bien.

Desde niño soñé con hacer aquello, preparar perros calientes en la calle, llenar los vasitos de Coca-Cola con aquellas maquinitas, usar las pinzas para poner la cebolla, el repollo y la zanahoria encima de la salchicha, y como olvidar los potes de salsas que adornaban aquel majestuoso platillo occidental. No me costó mucho convencer al dueño del carrito de perros, saqué unos de los fajos de billetes del maletín y le dije que ser “chefito” por un día era uno de mis mayores anhelos en la vida, el hombre extrañado pero feliz por la cantidad de dinero me prestó su bata y así comencé a despachar perros por doquier.

Aún puedo recordar su mirada, una de esas que no pertenecía a ese lugar, su acento sifrino clásico y su andar rápido, preocupado. “Me das una Pepsi? dijo con desprecio en su tono peculiar. No pude evitar mi posición de “chefito” para decirle algo típico, algo que sabía le molestaría pero este era mi única oportunidad de ser perrocalentero en esta vida, “como no mi nubecita de Parque del Este” le dije, a lo que ella me miró muy feo y me dijo “dame mi Pepsi, balurdo, atrevido, pasado, yo no soy nubecita de nadie”. “Por cierto” le dije “ aquí no hay Pei-si, solo Kolita o Chinotto”, ella con desdén me dijo “ay no chico, que chimbo eres, me voy”. En ese preciso instante y con mi racha para las desgracias apareció el primo, el primo del difunto quien después de correr atrás mío había decidido tomarse un refresco.

Traté de bajar la cabeza sin aval, de inmediato me reconoció y sacó su pistola, sin pensarlo agarré un cuchillo que usaban para cortar el pan y tomé como rehén a aquella dama, con la otra mano sostenía el maletín y amenacé con cortarle la yugular sino me dejaban escapar en paz. El primo del difunto solo pensaba en el dinero, yo solo quería escapar y aquella mujer posiblemente se preguntaba como era posible que su cuerpo le hubiera pedido una Pepsi en ese lugar feo y sucio, que además tenía un “chefito” pasado que la secuestraba con un cuchillo y por si fuera poco perseguido por tres monigotes armados.

“Vamos para tu carro” le dije a la dama, sus ojos amarillentos brillaban de rabia, creo que prefería a los matones en busca del botín que a mi, pero yo tenía el cuchillo en su garganta. “Y como sabes que yo tengo carro”, en ese momento y ya hablando en mi voz normal, sin el acento de “chefito” le dije “ todas las sifrinas como tu tienen carro, así que vamos”. “Ah, míralo a él” dijo “y tu que haces vestido de ‘chefito’?, un estudio socio-económico acerca de la realidad de los perrocalenteros venezolanos?, la verdad me hubiera gustado contestarle, pero en ese momento mi vida corría peligro, simplemente me limité a decir “deja el peo.”

Arrastrándola logré hacer que se montara en el carro, el cual prendí después de quitarle la llave y escuchar algunas tonterías de cómo le iba a dañar su precioso Volkswagen Golf si no tenía cuidado. Acelerando a todo lo que daba me interné en las calles del centro de la ciudad. “Y entonces?, dijo ella “ahora vas a pedir un rescate por mi?, de nuevo la miré fijamente con ganas de estrangularla, pero muy decentemente le dije “que secuestro ni que nada, simplemente voy a escapar de los bichos esos y te devuelvo tu carro, tu vida, tu todo, es mas y hasta te doy unos reales del maletín este”. Ella hizo cerca de trescientas sesenta y ocho preguntas en cuestión de cinco minutos, yo solo me concentraba en la carretera, ya en el espejo retrovisor veía como el primo del difunto y sus monigotes se acercaban.

“Me vas a chocar el carro de mi papi” gritaba enfurecida la niña mientras trataba de hacerme frenar, igualmente me decía que tenía que volver a la oficina pues la temporada estaba en pleno auge, yo la única temporada que conocía era la del baseball así que no le presté ninguna atención. A la altura de la Base Aérea Francisco de Miranda decidí tomar una medida radical, era ahora o nunca y sin pensarlo atravesé la reja que resguarda la base militar en pleno corazón de Caracas, corriendo por la pista de despegue mientras los soldados del régimen disparaban sin saber que ocurría la dama me seguía insultando y además ahora me golpeaba con su cartera. El primo del difunto usó el hueco que había dejado en la reja para continuar la persecución, para ese momento los soldados habían tomado posiciones y dispararon un mortero que dio directo en el capó del nuevo Mercedes Benz que manejaba aquel monigote, el carro incendiado y los hombres huyendo fue lo último que alcancé a ver antes de huir por el lado opuesto donde había penetrado la base.

“Eres de lo peor” gritaba la dama, “suéltame y vete de mi vida”, de que vida pensaba yo, si solo la conocía por accidente y por solo veinte minutos, “todos los hombres son iguales” decía ella, “si claro, todos igualitos”. “Disculpa” alcancé a decir mientras ella continuaba con su letanía, “necesito un favor mas”, “otro?, otro? que atrevido de verdad”, pero sin darle oportunidad a que dijera que no enfilé el carro hacia la sede las Hermanitas de la Caridad Escondida, coloqué el maletín en el buzón, ellas sabrían que hacer con ese dinero, esa noche sin dudas que un milagro iba a suceder en aquel lugar, algún santo se llevaría el crédito por ese hecho insólito, a mi solo me quedaba sonreír.

Me bajé del carro y la dama me dijo “y entonces?, aquí se acaba el secuestro?, de nuevo pedí disculpas y seguí por mi camino, por el que siempre vine y debo ir, aquel que me tracé y debo continuar, quizás uno que no puedo escapar o que no quiero perder, con altos y bajos, llantos y risas, pero mío al fin. Después de unos pasos sentí como un carro se paraba a mi lado, bajó la ventana y dijo “me invitas una Pepsi?, “yo no tomo Pepsi” dije, “pero te invito una Coca-Cola”, es que a veces, muchas veces, el camino tiene sus sorpresas.

En la televisión se podía ver el magno evento, las Hermanitas de la Caridad Escondida inauguraban la nueva obra, la misma llevaba el nombre de aquel ladrón pues su maletín lo tenía impreso, “Guardería Infantil Abelardo Yepez”, la madre superiora daba las gracias a aquel hombre por su generosidad y lo invitaba a dar la cara para que el mundo supiera que existía. En el más allá Abelardo se revolvía, aún su alma no se acostumbraba a no poder disfrutar la materia, su dinero en manos de esas monjas que tanto odiaba, su urna con bolsillos llena de gusanos y no de verdes, suspiró pues sus riquezas no lo devolverían al terreno, sonrío pues esta vez trataría de engañar a las deidades celestiales para comprar su boleto al cielo…